Entre
los profanos, que lo somos casi todos, tiene considerable extensión y
predicamento el empleo del aumentativo “trancazo” para denominar con
imprecisión metafórica un variopinto grupo de gripes, catarros y etcéteras que
periódicamente nos visitan.
El
trancazo tiene comportamientos de demonio invasor, con itinerarios caprichosos
e intercambiables. Por ejemplo comienza con un aria de toses (productivas o no)
localizadas en la zona de los bronquios, que ya de por sí no estamos seguros de
lo que eso sea, si no fuera por la quemante sensación aneja; luego, con un
cortejo de secreciones que piadosamente definiremos con el diminutivo “moquillos”,
de consistencia, coloración y cantidad variables, va desplazándose, sembrando a
su paso dolores óseos y musculares generalizados y la pirotecnia estremecedora
de fiebres diversas en intensidad y vaivenes.
Y
no descarta en esta exhibición la parte quizá más sádica del repertorio: cuando
atenaza la garganta y clava en ella su afilada tortura de Gillette o de cristales
molidos.
El
trancazo, cuya duración por otra parte es imprevisible, carece por completo de
encanto y suele dejarnos hechos unos zorros, incluso a los osos polares.
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