Como
pulidos cometas cuya trayectoria desconocemos y con frecuencia ni digamos ya su
origen, que en ocasiones se tergiversa o confunde; como señales, no siempre
modestas, de luz emitidas a espacio y tiempo.
Esas
andan sueltas por el aire y nos van llegando, sí o no, antes, después o nunca. Ese
encanto que huye tiene parte de su imprecisable e incontable influencia, de los
rebotes y rizos que causan, y de los resplandores con los que reacciona cada
uno de nosotros.
De
manera que con una estructura de 7 notas básicas, la legión algo misteriosa de
los músicos, de los compositores, nos ha ido dejando un copioso legado de
piezas mayores y menores que (martillo, yunque, estribo, lenticular, etc.)
alcanzan nuestro cerebro y -aniden en él mejor o peor- algo nos empujan el
sentimiento. Que es cosa que conviene antes que nos disuelva una anemia de
gregarismo.
El
“tilín”, la brisa de simpatía, la gota conmovida que de júbilo o tristeza hará
rebosar por instantes nuestra copa, corre ya de nuestra cuenta.
Y
cuando el día elige un propio afán al margen de las solemnidades, vale una
chispa como “Call me maybe”, burbuja de vino blanco (ahora que los antibióticos
me lo retiran) que, entre las 7 notas básicas, igual inserta (¿Carly Rae Jepsen
lo sabe?) juguetones ¡compases de amalgama!
-¿Seguro?
-Nunca.
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