Faroles
o farolas que sean (que no faltaba más que inaugurar otra controversia “de
género”), correspondientes a la iluminación de estas calles del barrio -que
también se dice “urba”, pijo modo-, han ido experimentando, a lo largo de más
de 30 años, sucesivas sustituciones de sus bombillas convencionales a medida
que la caducidad o los evolucionados modelos en el mercado las propiciaron.
En
estos días, los munícipes de turno han ordenado un reemplazo que si bien
respeta la estética, conservándola, comporta unas variantes notables: faroles
(o farolas que sean) ahora carecen de los vidrios laterales clásicos,
transmitiendo una desconcertante sensación de huecos incompletos; a cambio, en
vez de las bombillas de toda la vida, incorporan unos paneles “led” con aspecto
de “tablets” (todo muy moderno, vale) que, horizontalmente instalados bajo la
tapa superior que acaso podríamos llamar sombrerete, difunden la luz sólo en
dirección descendente y circundante. O sea, hacia abajo y como desparramada.
Hago
una pausa para que podamos asumir toda la descripción precedente, quizá
perifrástica y desde luego laboriosa.
-¿Y prolija?
-Sí, y errática y frívola y más cosas, a
mí me lo vas a decir. Sigo.
Los
posibles PROS: un ahorro del consumo de electricidad; una delicada reducción de
la contaminación lumínica que es de agradecer, aunque tengamos serios motivos
para desconfiar de la “sensibilidad” que sólo (y con esfuerzo) cabe suponerles a
quienes nos deciden esta y otras cuestiones.
La
CONTRA: la penumbra resultante, de cierta inesperada elegancia y casi
cinematográfica de diseño, pero cuya intensidad tira a escasa.
-¿Te acostumbrarás?
-Como decía el arbitral emisario
pontificio en “La Misión”, ¿qué otra
cosa, si no?
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