En general, no soy mucho de presumir.
Y
de paso, dentro de mi condición y afición inagotable de comensal carnívoro al
90%, tampoco me las doy de paladar tan melifluo que sostenga de manera ática, con
finura y precisión de rayo láser, que infaliblemente puedo distinguir un buen
entrecot de otro buen entrecot; y esto vale para solomillos, etc. A buen
entendedor…
Me
pregunto si existen (que de todo habrá, aunque no constan los porcentajes) maxiespecialistas de la cuestión.
Lo que sí descreo es de la vanagloria de ciertos “finos” que alardean de
detectar todos los matices. Y, con el refrán “dime de qué presumes y te diré de
lo que careces”, lo que sí seguro que abundan son los iluminados, los idiotas,
las gentecillas.
Cuando
a finales de los años 50 del XX, Don José Rey en San Francisco de Paula (Sevilla)
nos hablaba a los alumnos de bachillerato de una población mundial aproximada de
2.500 millones de personas, aquello (todo) era otra cosa. Hoy vamos camino de
8.000 millones.
Y
los exquisitos de la utopía, los refitoleros ecológicos, los que parecen andar
más preocupados en la ampliación de status de los animales domésticos que en
otras hambres y guerras y desentendimientos, ¿van a hacer el milagro de los panes (los
filetes) y los peces (las chuletas) como Jesús, según la Biblia?
¿O
quieren volvernos delicadamente vegetarianos?
¿Será
que les pueden ir dando?
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