Domingo y noviembre

 

Cierro la puerta del salón. Escucho el estable latido del reloj de pared. Intermitentes rachas de lluvia leve resbalan dóciles por la ventana.

Consecuente con el respeto que al prójimo se debe, no quisiera abrumaros con mi consideración de hoy; pero me da que, cuando echamos páginas al viento, como el planeta es grande y muy poblado, no faltará un alma comprensiva en la que resuene este desesperado aldabón de zozobras.

Porque ¿no parece intemperancia la tomadura de pelo que implica la deriva capciosa esa del “abrefácil”?

Ni la “pestañita” sugerente que a tirar de ella nos invita responde con garantía de que la lámina en la que se inserta (o de la que procede como excrecencia) cederá con éxito a nuestros gallardos requerimientos; ni la arrogante anilla, que en otros casos la sustituye, hará lo propio.

Tampoco reconforta observar la rebeldía con la que actúan numerosos troquelados; y menos si se trata de la convencional cajita “de ración” que se abre tramposa por un minúsculo y clandestino punto, contra la lógica que esperaría confiada un despliegue digamos periférico, o sea, desarrollado alrededor de la tapadera, por su mismo borde.

No siendo prolijo, estos ejemplos citados darán una idea del desconcierto al que se ve sometido el Hipocampo en estos tiempos que corren, echados a perder por la creatividad “ingeniosa” de los inventores maléficos y japoneses y los demás enanitos del bosque.

Habrá que darse al hojaldre casero relleno de chocolate.