El
volcán, como toda catástrofe, impone la ruina y la desgracia a numerosas
personas de cuyo sentimiento presente, con seguridad, sólo estamos siendo un
consternado eco, impotente y triste.
Escuchar
que “no hay que lamentar la pérdida de vidas humanas” no deja de ser una
drástica, cruda, descarnada noticia; sí, desde luego, “mientras hay vida, hay
esperanza”: desesperada esperanza, cabría añadir.
Y
mientras, los insensibles, los insolidarios, los inoportunos y los imprudentes -¿almas de cántaro, corazones de
alcornoque?- se embelesan a lo bobo en lo que el fenómeno tenga de no negado espectáculo
y/o lo emplean como decorado y telón de fondo de su “aventurera” y sonriente
estupidez “selfi”. Que no nos asombra,
criado como está este público en las ordinarieces y los embotamientos del
consumo y los programitas de mayor éxito por televisión.
Mucho
peor queda un cargo oficial, por más que rectifique, cuando clamorosamente “patina”.
Y en esto andamos, espectadores de una interminable pasarela de meteduras de
pata, que otra cosa no cabe esperar de esa colección de imbéciles y
bocachanclas que (SOS) tienen en sus manos, torpes y a veces sucias, el timón
de este barco nuestro.
(Frente
a mí, por la ventana, la luna llena. ¿Comprendemos, aprendemos algo?)
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