Con
la soterrada, o manifiesta, intención de un imposible desquite, con el encono
del frustrado veraneo anterior que mucho tuvo de simulacro y de asustada congoja,
queriendo creer que todo, o lo peor, ha pasado, han redoblado su furia en la
presente temporada y van cayendo sobre el litoral en oleadas de lo que primero
se llamaban forasteros y luego veraneantes y, ya puestos, turistas “de por
junto”.
Tienen
un aire de tramoya peregrina, de voluntariosa aunque desorientada querencia por
la playa y el sol, esos dos fantaseados talismanes que debieran rescatarlos, al
menos de manera provisional, de sus ominosas rutinas urbanitas.
Que
penda sobre ellos -espada de Damocles- la fecha perentoria del regreso
inevitable no parece en principio inquietar sus conciencias, disuadirlos de
pueriles repeticiones; y así, se les ve pasar por el trillado itinerario, como
carromato de zíngaro, cargados con la impedimenta de rigor, esa quincalla
colorista de tumbonas, sombrillas, pertrechos en teoría protectores contra el
peligro de la obstinada exposición al rayo ultravioleta o ultra lo que sea,
recipientes de tamaño diverso que contienen las vituallas convencionales para
la jornada excursionista que coronará el lento, desganado, agotador retorno,
rebozados en arena, al automóvil ardiente, presagio ya de la realidad
comprometedora…
-Qué visión, tú…
-Ya; pero algo tendrán el gregarismo, los
atascos de “días punta” por las carreteras más el precio usurero de la
gasolina, etc. cuando tan seductoras cosas los hacen coincidir.
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