Conviene
tener presente que la política consiste, entre otras cosas, en la facultad de
generar en el personal expectativas de solución a problemas que a todos nos
conciernen.
Con
más frecuencia de la deseable, las soluciones ofrecidas tienen visos de
espejismo, de parches transitorios, de tente -vaya- mientras cobro.
Como
ejemplo vistoso puede señalarse el estado del bienestar (¿del malestar?), uno
de cuyos pilares es la teórica “seguridad” social con sus pensiones.
Lo
espeso del tema es que los expertos que, tiempo atrás, construyeron ese
edificio no quisieron contarnos toda la previsible verdad que seguramente
anticiparon economistas y futurólogos y sociólogos y los que me falten por
nombrar: que el diseño, más ilusionante y fantástico que realista y sostenible,
daría para algunas décadas, no demasiadas, tras las cuales empezaría a
desmoronarse indefectiblemente y, ya que su estilo era de pirámide, estaba
peligrosamente abocado a resolverse en una estafa “piramidal” de las que ya
hemos conocido algunas.
Elusivos,
traficantes, temerarios, los gestores del despropósito vienen fingiendo que remiendan
los agujeros con fórmulas cambiantes, algo contradictorias y/o disparatadas,
que posponen la agonía y siembran confusión, inseguridad y desconfianza, tufo
creciente del desastre que se vendrá, que se viene, encima. Porque el plan
siempre ha tenido trazas de cuento de calleja travestido de apuesta, y el sueño
del ciudadano-contribuyente (algo trufado de avestruz, de huida hacia delante y
clavo ardiendo, de a ver qué pasa) se desvanece con las variantes implacables
(demografía, tecnologías, geoestrategia, cismas económicos) que han hecho ya
imposible la anterior realidad.
¿Qué
apague el último?
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