Más
de un año pasó.
Y
ahora nuestro abrazo, tan en la puerta, largo, estremecido, me transmite tu
pena.
Cada
disgusto tuyo (los que supe: ¿cuántos, de no estar cerca, me perdí?) lo hice
mío con la entrega, tan natural como poco razonable, que siempre me ha salido
con tus cosas.
Que
sea algo de huesos, de entretelas, del hecho milagroso que los académicos en su
sillón y los científicos en su laboratorio llaman “genética”. No acabo de
entenderlo pero ahí está, profundo, intenso, casi con su lado gracioso. Con más
misterio, por cierto, del que atinen a conceder esos profesionales de las
sabidurías. En fin.
Luego,
arrasados tus ojos por las lágrimas, me refieres pormenores.
Paul
Simon cantaba “the rock feels no pain,
the island never cries”. De joven, procuraba yo suscribir con orgullo tal
divisa; cuando fui madurando, asumí poco a poco la ternura; en esta edad
presente, quizá he incorporado manchas de salitre, algún relievillo de piedra
ostionera, de lo de aquí, de Cádiz.
¿Qué
permanece cuando, de manera inexplicable y honda, nos conmueve una música?
¿Qué, cuando te digo que mis palabras de consuelo, lo sé, ayudan poco?
Igual
ni sirve, pero no consigo
contenerme
este llanto junto a ti.
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