Vamos
terminando noviembre, mes de cumpleaños para los nativos del signo de
Escorpión. Hoy toca tormenta por Cádiz, una de esas tardes no frecuentes en las
que el cielo se pone de dramático color plomo y se viene arriba, con relámpagos
y truenos a distintas distancias.
Con
probabilidad, porque el recuerdo vuelve, ya habré referido en algún “blog” de
tiempo atrás (y cómo pasa: siete años ya de este entretenimiento, de este
descargo, ilusionado o amargo que sea) que a papá y a la abuela Clotilde, tan
visigodos de nombre los dos, les gustaban estos días y tardes de lluvia.
De
entre la colección de matices del carácter que de ellos reproducen mis genes,
reviste éste una especial coincidencia, un enganche afectuoso y convencido que
cualquier psicólogo desocupado descifraría con metáforas y circunloquios, si
alguna importancia quisiéramos concederle a su análisis.
Y
ésta, que seguramente parece fruslería, quizá tenga un porqué, una modesta
aunque íntima calidad, cuando nos demoramos en el sueño, en la atónita posible
experiencia de que acaso somos puntos de una línea infinita, de una carrera de
relevos sólo a medias consciente, contingente, a lo peor algo prescindible, pero
que por ahí abajo, en lo hondo de lo que no nos explicamos bastante, ingenuamente
aspira a la absorta estabilidad de las piedras.
Ni las piedras, amigo escorpión, ni las piedras. Repare Vuesa Merced en que hasta las arenas de la playa que os cobija piedra fueron un día.
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