El sonido.
Los que sean, todavía, o hayan sido músicos como yo lo fui durante mis tiempos de oficio, seguramente participarán de este recuerdo de hoy.
De alguna manera, y como fenómeno sorprendente, los técnicos de sonido siempre parecieron enemigos parciales de la música y sus "intérpretes y ejecutantes", tal como detalladamente especifican en la AIE.
Numerosísimas tardes en las que durante las giras se procedía a las pruebas previas a la actuación, el resultado iba deteriorándose de modo ostensible y tomando rumbos tergiversadores, sometido a la vanidosa "pericia" de los técnicos, más dedicados por lo general a fingirse indispensables conocedores del asunto ya que rara vez demostraban la sensibilidad que a la naturalidad de la música conviene, y a sus, también, lógicos equilibrios y proporciones, que así es aunque exista un margen de flexible subjetividad que jamás debe derivar a finca sin vallado, ni a merienda de negros, sean o no afroamericanos. Por descontado, y ya en medio del "show", eran notablemente aficionados a cambiar sobre la marcha todo lo ensayado, mientras sus manos de "expertos" sin descanso iban manipulando cuanto añejo potenciómetro o cibernético artilugio postmoderno incorporaban las mesas de mezclas, las etapas de potencia, etc.
El pulso, la lucha de soterrada tensión, también tenían lugar en los estudios de grabación, con escasas excepciones: era un milagro encontrar un tío que grabase con criterios musicales presentables, con un relativo "paladar". A ello fue sumándose un número no menor de "productores"(!), especie invasora que se encumbró a base de temeridad y prepotencia como principales ingredientes de su nefasta ambición.
Ahora, el galimatías absolutamente indescifrable que expele la pomposa megafonía municipal en la playa, me lleva a evocar aquellos pretéritos y deprimentes episodios. Lo hago con indeciso alivio.
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