Llamarle "cambio de escenario" a lo que apenas parece una, por fin, incipiente estrategia, una serie de medidas titubeantes, es en resumen otra de las corrientes cursiladas de la "moderna" frivolidad.
Pero bueno. Se ve que ya había que ir haciendo algo, un poco menos y más tarde que en otros países "de nuestro entorno", y aunque sin remedio ello desmintiera la poco explicable "normalidad" de la que nuestros temerarios jefes venían haciendo gala y que nos andaban recomendando para no asustar si se podía, por ejemplo, al turismo.
Y desde luego, con la chuminadita esa de las autonomías, cada gobiernito regional aplicará o no, unas normas u otras, haciéndolas aún más inservibles, desorientadoras, con un relente que, para los escépticos, tiene aires de ¿involuntaria? burla.
¿En qué número de asistentes (5.000, 3.000, 2.000...) se fija la prohibición de los espectáculos públicos? ¿Cómo eludir el autobús, el tren, la compra en los supermercados, la visita al médico para las demás amenazas contra la salud? ¿Habrá puntualidad y rigor en las cuarentenas populares a domicilio? ¿Los niños sin colegio, encerrados en casa?
¿Y cómo encajar estas tímidas restricciones en medio de la muchedumbre protestona y la tormenta de pancartas (la mayoría, más zafias que ocurrentes), que sirvieron de pasto a la televisión, el otro día?
Supongo que el principio del fin del mundo comenzará sigilosamente, nos pillará algo desprevenidos, sumidos en una inadvertencia distraída por las cositas cotidianas. Y claro que no molaría que fuese ya. Pero qué débiles y expuestos, qué imposibles puertas al campo, mientras nuestro envanecimiento de aldea global e Internete se resquebraja con un suspiro. O un coronavirus.
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