Víctima resignada de una singular debilidad por las palabras, que reconozco, aunque sin llegar a los extremos de Cabrera Infante y sus célebres retruécanos, no quisiera extraviarme en los meandros de la "fórmula magistral" que pudiera sonar a prescripción médica, farmacia y laboratorio; y me quedo humildemente en la doméstica propiedad de "receta".
O me voy por los cerros de Úbeda y arribo al glamour y la seducción gala de ese concepto que es la TORTILLA FRANCESA y más aún, exagerando fantasías de falla valenciana, a la variedad de "finas hierbas" que, a lo rústico, no pasa de incorporar algo de perejil.
Digo que, a pesar de las pacientes y reiteradas instrucciones que Maritere me ha prodigado para la realización del que debiera ser sencillo y reconfortante condumio, mis intentos aventureros se ven sistemáticamente coronados por decepcionantes fracasos en matices tan variables como el formato, el punto de hechura, el cálculo de la sal y el aceite debidos y (la más peligrosa fase entre todas) el momento sutil de cascar los huevos y procurar batirlos sin que se desparramen fuera del recipiente, proceso que en ocasiones olvido con las consecuencias desgraciadas que Vuesas Mercedes pueden imaginar.
Lo he vuelto a hacer; y aunque "a buen hambre, no hay pan duro", declino la descripción, por somera que fuere, del inseguro, inquietante, inverosímil aspecto que, ya en el plato, ofrecía a la vista el arrogante experimento de hoy.
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