Se puede decir, se puede pensar, "no sé lo que me espera".
Cada noche, una pausa; cada día, un corto recorrido hasta el recodo, el ángulo doblado de la siguiente esquina.
Nos dejamos ir, repetimos esta y otras inconsciencias e inconsecuencias, como si el tiempo (siempre, el tiempo) no fuera a acabarse nunca. Como si el asombro de los finales repentinos -- o de los finales cuyos signos supimos/no supimos ver y sentir por anticipado -- no fuese ya cosa de estos días: noticia pasajera de estos días.
Este desasimiento todavía pequeño, que de vez en cuando asoma y que acaso preferiríamos no percibir, ¿es la suave rampa desde la cual seremos inducidos al viaje? ¿Cuáles explicaciones dejaremos sin formular, qué restos y rastros, para qué, desde siempre, tantísima pregunta sin respuesta?
Y el porche y levantar la vista del libro y aplazar la lectura, anocheciendo ya, para estas líneas, tan de sobra, tan absortas entre los mínimos relámpagos de nuestros recuerdos, desvanecidos en su mayoría, con dificultad rescatables. Necesariamente enrocados contra el jaque mate de las lealtades traicionadas y de los sueños que se fueron difuminando.
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