Durante años, al insertar el contacto, quedaba vista la cara del llavero que reproduce la muralla imperial, aunque sin hacerle de menos habría quizá preferido la opuesta, con el relieve del caballero célebre del Greco.
Pero sacar las varias llaves para darles la vuelta siempre le pareció engorrosa tarea aplazable.
Y hoy, en un insólito vislumbre de lucidez, cuando había resuelto que "no lo iba dejar más", lo vio de venir: bastaba apenas con zafar la argollita general que suspende el llavero y cambiar (de manera incomparablemente más dócil) la cara...
Ahora, con un estremecimiento derivado de esa revelación, con un mínimo ribete de satisfecho y competente orgullo, se atreve a presentir que esta epifanía inesperada acaso sea el prólogo en un camino que allanaría su comprensión futura de las abstrusas geometrías del "bricolaje"; aunque elige dejar paso a la prudencia, a la escarmentada modestia de los pies de plomo y el no echar las campanas al vuelo que podrían suponer una temeridad arrogante como la que originó aquel suceso terrible que acaeciera a Ícaro, en las antiguas crónicas de la Mitología.
Con este inédito estado de cosas, Cleopatra sentirá que, en lo sucesivo, un detalle más redondea sus heráldicas y un tanto medievales perfecciones: esta suerte de renovado medallón que reposa sobre su falso depósito durante los sosegados paseos que le propongo.
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