Las tenebrosas armaduras medievales que defienden el cuerpo de los grillos (¿el exoesqueleto, que dice Sheldon?) muestran su resplandor negro entre el gramón, como cada vez que el otoño otra vez viene de camino. Trovadores desdeñados deben ser, porque su serenata no se extingue a lo largo de la noche, que eso es señal de canción sin éxito, de conquistas fallidas de las cuales me parece haber escrito ya por aquí.
Al regar, saltan huyendo del agua abundante y fina, abierta en abanico, como si fuese otra versión de la esterlicia que se adueña del rincón en el arriate, buen arrimo entre la casa, contra el levante y los otros vientos de la tierra y del mar.
Como si fuese la legendaria cabellera de Berenice; o como el sedoso tapiz cobrizo y rizado que compone el armonioso marco para el rostro de mi Isadora particular: la que durante el sueño no se da cuenta de que inicia, brazos en alto arco, su danza elegante y secreta.
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