A Pamplona hubimos de ir, hace unos años, a impregnarnos "in situ" de lo que allí se cuece por estos días de julio. Cuando no, soy espectador consuetudinario de los encierros, a través de la televisión: procuro no perdérmelos y menos, con las transmisiones que va logrando el Ente, de gran calidad y cumplidos detalles.
El dúo presentador, concienzudamente abonado a tal cometido, que es como decir las campanadas de Fin de Año con la Pedroche, se porta, si tenemos en cuenta las obviedades que lo clásico y reiterado de la situación implica y que improvisar casi nunca es fácil; y alguna "perla" se escapa, como pedirle al ganadero de este primer encierro que opine sobre sus toros, con fama de peligrosos (Sheldon Cooper se preguntaría en qué universo los toros no son peligrosos), o afirmar al dar el informe de heridos que los médicos se curan en salud, observación pintoresca y bastante apropiada para la sonrisa del oyente.
Y bueno, el valentón del alcalde sólo sacó su premeditada banderita sectaria apenas un momento antes del chupinazo de ayer, se supone que para limitar al máximo el tiempo de una probable reacción adversa. Y es que esta gente es así, levantisca, impertinente y porculera aunque muy cautelosa, por si acaso le llegara su San Martín, en San Fermín.
Por cierto que, a pesar de lo que haya podido señalar Cristina Hynde, en estas orgías contemporáneas está prohibido el comportamiento atávico de los machos (que ya deben ser pocos, con la saca del orgullo) y no se debe meter mano a las bacantes por mucho que estén en su papel.
Desde mi barrera de la calle Sargo, como partícipe contemplativo y respetuoso, lejano en el tiempo y en el espacio, doy fe de que los toros de hoy eran preciosos, uno de color tirando a rubio, un bombón de animal, sí señor.
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