Aquello había sido solamente una tarde: una merienda y una tertulia en una ronda de amigos comunes.
Que los atrajese mutuamente la soltería de uno y la relativamente reciente viudez de la otra, apenas pareció la fugaz encrucijada de dos vidas que, antes y después, se desconocían y se desconocerían. Y aun así, con un amago de coqueta provocación, él le pidió que se sentara en sus rodillas y accedió ella, en lo que algunas frases ya más personales sonaban entre los dos, de ida y vuelta.
Anotó el hombre el teléfono de la mujer, que no iba a marcar nunca, como en un giro que la indecisión y la dejadez harían permanente, a pesar de que dos o tres veces preguntó por sus pasos.
Y la última, lo desorientó, lo colgó de un imprevisto vacío, de esa incomprensión que frecuenta nuestras cotidianas inconsciencias: ahora sabe que, un año atrás, le llegó el final y que (como tantas veces) la vida, o esta cosa que reiteradamente llamamos así, prosigue para los que aquí quedamos.
Son las nuevas que desconsuelan, desarman, desconciertan, des... (vayan colocando una lírica hilera de palabras con la des incorporada).
Como dicen que hay no sé qué que dicen que hay, esperándonos para después, nos veremos, si las leyendas se vuelven verdaderas.
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