Ufanos de su presuntuoso y más que discutible "magisterio", muchos periodistas extreman sus impertinencias y su atrevimiento invasivo, enarbolando el (según ellos) irrenunciable y sacrosanto derecho a la información, que quieren hacer prevalecer por encima de todo y que, como es natural y les convenga o no, también tiene sus correspondientes y obligatorios límites.
Cuando hozan en las truculencias, en los albañales de la miseria humana, con frecuencia no persiguen otra cosa que excitar el peor morbo y la zafiedad de un público no menos impresentable que, por desgracia, nunca es minoritario.
Y es que el falso barniz de la profesión del que hacen gala, tiene mucho de hipocresía y de avidez interesada y lucrativa. Y, por más que, en su ridículo, se proclamen el ombligo del mundo, se están mereciendo el desprecio y los más de cuatro "cortes" con los que desde otros púlpitos los están poniendo en su sitio.
Que a cada puerco le llegue su San Martín.
Porque el periodismo no debería ser la sádica complacencia en el catálogo de las noticias más monstruosas y repugnantes, como por otra parte resalta en el espectáculo de la jauría de los reporteros gráficos, emisarios del escándalo, acosando en carroñero tropel de cámaras y micrófonos a los implicados en los sucesos de turno, al tiempo que todo ello se utiliza como fuente de asquerosa frivolidad y de dinero, dinero y dinero.
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