La cautela.
Ya sabía (incluso de tiempo atrás) lo que un paso en falso, literalmente, podía suponer como el principio de una serie de trastornos, inconvenientes, imposibilidades siquiera transitorias.
De modo que se volvió no sé si prudente pero desde luego adicto al pasamanos de la escalera, que tantas veces al cabo del día andaba subiendo y/o bajando.
También redobló las precauciones durante el meticuloso afeitado, que era un elaborado rito de proporciones y simetrías, porque el pulso, al parecer, ya no era firme, o había perdido estabilidad, aplomo, acaso por los efectos adversos de la medicación que el neurólogo insistía en que no debía abandonar.
La rutina y la soledad. Como un páramo de indecisiones. Debatidas consigo mismo, sopesadas, conocidísimas como el alto precio de una libertad cuyas afiladas aristas eran más que evidentes.
Con estos parámetros, acudió a la prueba. Aunque llegó algo temprano, lo hicieron esperar hasta la hora previamente convenida. Echado en la camilla, inmóvil dentro de aquella especie de túnel de inspección, con aquella a modo de máscara alrededor de la cabeza (se acordó de Di Caprio), volvió a pensar en todo, mientras escuchaba con paciencia los sonidos varios, las frecuencias de ese protocolo con el que los científicos creen averiguar la salud -- o su falta -- del cerebro.
Preguntó por los resultados. Le han dicho que en dos o tres días.
Esperemos que esos resultados sean halagueños, Maestro.
ResponderEliminarHalagüeños, perdón.
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