Ahora, tantos años después, no atinaba a precisar su nombre; aunque desde luego sí su emplazamiento, más que célebre el lugar por ser de tradición, e incluso hoy, centro de reunión de gente de letras.
El Café de Gijón.
Con tu consorte de viaje, allí me llevaste a cenar esa noche, en una de aquellas cuatro o cinco ocasiones en que andabas a coquetear conmigo, a tantear quizá una digresión de tu matrimonio que seguramente sufría un transitorio y se ve que leve tambaleo. Y digo que debió ser leve por la blindada y gradual desaparición que de tu parte fuiste estableciendo entre nosotros. De aquella cena me sorprendieron tu desenvuelta y madura insistencia en invitarme con tu Visa Oro; tu modo de marcar el día miércoles con una X. De otras veces, tu visita a mi playa (alojada en tu hotel de cinco estrellas), y a mi casa y mi conversación; tu beso furtivo en un taxi. Un café, otro día, cerca de tu lugar de trabajo en el periódico...
Con la excursión mía a tu escarpado Norte, con alguna página del Sello de la Casa y muy luego con esa canción del V que parece una marcha procesional, te fui perdiendo.
O acaso tengo un modo, una alquimia con la que, a mi manera, puedo todavía retenerte.
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