La visión era más que esplendorosa. Tanto, que lo hizo dudar de la conveniencia (o de la inconveniencia) de atreverse a decírselo.
La había visto al salir de aquel mesón, sentada a un velador de una terraza de verano, cenando con otras tres jóvenes. Consultó con el amigo que lo acompañaba:
-- ¿Le digo algo?
-- No, venga, déjalo.
Pero titubeó, se detuvo. Quince segundos más tarde, decidido, se estaba aproximando. Y le soltó, con los modos de caballero que tan bien dominaba:
-- ¿No te ofendo si te digo que tienes una espalda muy bonita?
Él llevaba anclado en las entretelas de su corazón el acento con el que ella contestó:
-- No, "mi arma". Gracias.
-- A ti.
Se dio la vuelta sin más. Se sintió satisfecho. Eran guapas las cuatro, pero aquella espalda...
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