A pesar de la incomodidad y las dificultades de este viento que ha vuelto casi sin darnos un respiro, una pausa, este pasado domingo la elegante Plaza de Toros del Puerto de Santa María lucía espléndida, remodelada, restaurada; y con una espectacular iluminación (para un festejo que terminó ya entrada la noche) tan bien diseñada, tan lograda, que no permite esa sombra tan peligrosa, al decir de los entendidos, cuando se trata de vida y muerte en el ruedo.
Y los diestros se portaron. Diego Ventura, rejoneador, con una sabiduría y una doma perfecta, con un entendimiento de la lidia que sus caballos instintivamente comparten y demuestran con valentía, garbo y escalofriante, hermosa compostura. ¿Cómo puede alguien no apreciar ese doble virtuosismo?
López Simón cuajó una soberbia actuación, jugándoselo todo, en una impasible inmovilidad, con contados movimientos precisos y magistrales.
Y Padilla, ese prodigio de valor que en un tiempo récord derrotara al Destino, y con un tesón de hierro y una entrega total a un oficio y un arte que esa tarde ha vuelto a dejar bien claros.
Como dejaba clara su casta ese toro que en los instantes finales se negaba a rendirse, a caer.
-- Te emocionaste.
-- Sí; son cosas de la edad.
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