Sucumbir a la morbosa costumbre anual de Eurovisión es una garantía de cómo perder el tiempo con una dosis aceptable de decepción.
En la edición de anteanoche, nos representó relativamente una cantante que, a pesar de ser madrileña, tuvo el caprichoso y melancólico melindre de recurrir al ajeno inglés como certificado de su torpeza (o de su impotencia) a la hora de escribir la letra de su canción, que improbablemente será un brillante dechado de hallazgos literarios y creatividad, y que repasa manoseados consejitos "de los chinos" y vulgares recomendaciones seudoecuménicas.
El papanatismo y los complejos, desde luego, no parecen, no deben ser el mejor camino para afirmar una personalidad, un "talento" diferenciador de los que acaso anda escasa la joven e intrépida concursante.
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