Con sumisa puntualidad, anoche se apagaron las farolas que alumbran las calles de mi barrio.
Durante la hora prevista por esa ecuménica iniciativa con la que, como si no lo supiese ya, la muchedumbre recapacita acongojada sobre el abuso imprudentísimo que hacemos del consumo de energía; y la muchedumbre se embelesa, con la mirada solidaria puesta en su propio ombligo, sintiéndose ecologista, idealista, progresista, civilizada y modosa. Y levanta una colectiva exclamación aprobadora, casi de un asombro imposible, al apagarse de manera concertada los monumentos del orbe, como a una milagrosa señal, experimentando al tiempo el alivio, el dulce lenitivo para la conciencia hipócrita, fugazmente descendido sobre las almas, con algo de opio bienhechor, bienpensante, bien... gaitas.
Nada que ver con esa más frecuente actitud arbitraria, derrochadora y ofensiva con la que los estadios, los centros comerciales, las concentraciones de los pinchadiscos célebres, etc. arrasan durante miles de horas con todos los contadores de luz del mundo mundial.
Son monísimas estas cosas planetarias, aunque mi calle y el jardín quedaron como "boca de lobo" que como Uds. saben es una expresión muy del gusto de los rebaños.
Y no tuve más remedio que encender todos los apliques de las fachadas, en casa. Eso sí, con bombillas, aunque algo rebeldes, de bajo consumo.
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