Cuando te digo ven, sabes venir.
Como una cierva en celo, ofreces para mi
placer tu rosa profunda y elevada:
tierna textura, delicioso nido,
húmedo resplandor, tibio latido que,
entreabierto, me llama y me espera.
Porque quieres (y me
quieres)
me has nombrado, sin decirlo,
dueño tuyo.
Me haces así
un varón dichoso sobre la tierra y el
agua, aunque no sé nadar;
y tu más voluntario y pendiente
servidor.
Cuando caigo rendido y me duermo a
bocajarro, no es tanto por las jarras de sangría trasegadas como por el amor
que reiteradas veces he sembrado en ti, a cualquier hora, a todas horas.
La mañana siguiente, el sol nos va
dando, dulce confusión de sábanas, a través de las oblicuas ventanas, en la cómplice
buhardilla de las maderas.
Y cuando nos preguntan los amigos si
hemos pensado en el matrimonio, no podemos por menos que responder (yo,
habitual irónico; tú, además, soltera invencible):
–¿Matrimonio?
¿Esa decadente moda que sólo se le antoja a los mariquitas?
(Afirma el Hipocampo que
tampoco hace tanto que estos apasionamientos sucedían. ¿Qué ha ocurrido luego?)
¿De verdad, te lo preguntas?.
ResponderEliminarA lo mejor, teníamos que habernos sentado a recordar todas estas cosas maravillosas que hemos vivido, en vez de preocuparnos de los demás.