El hombre procuró ser, como el oso, el tigre y tantos
otros ejemplos de dignidad, fuerte, consecuente con la soledad, que es el
precio que tarde o temprano, siempre, se paga por los relativos gramos de libertad
que nos concede el camino.
No quiso que lo sometieran sus necesidades, “más provechosas sufridas o castigadas que
satisfechas”.
En algunas bazas perdedor, con el ánimo erguido fue
sobrellevando sus “derrotas”. Mantuvo, más o menos, el tipo frente a ciertas
embestidas incansables, olvidos e ingratitudes de los insensibles, cansinas
impertinencias de los torpes.
Apuntaló costumbres, prosaicas y de las otras: las
lecturas, la reflexión; la pintoresca independencia de la tapa del retrete,
levantada. Intentó adaptarse a un excesivo silencio. Adscrito, y aun adicto, a
la liturgia gozosa de la ducha cotidiana, rehusó, empero, acatar como
indiscutible el dogma de los horarios, que adaptó con liberalidad a sus
personales decisiones y criterio. Mantuvo con similar coherencia el mando a
distancia de la tele, disponible para cambiar de canal, de programa, de
película. Las botellas de los alcoholes favoritos en el mueble bar de diseño
propio.
Como pilares de su dieta atípica/empírica, conservó,
entre otros, la reserva de Bacardí, el Redoxón efervescente, la paletilla
ibérica.
Renegó y se situó un poco al margen de bodas, bautizos, comuniones
y navidades, melosos patetismos variados y, lo que es peor, embarcadores,
deprimentes. Soportó, que no era fácil, el chaparrón de las descalificaciones,
la capciosa sospecha de los demás, las inercias ajenas que, con o sin disimulo,
se iban proponiendo matices de exclusión activa o desdeñosa.
Pasó el tiempo; pocos lo comprendieron o aprobaron su
conducta pero, ¿quién podría afirmar con verdad que no se respetó a sí mismo, que
no se avino a pagar toda la factura? ¿Que no voló (como Cyrano) quizá bajo,
pero solo, que no le quedaría, en el último instante, lo que nadie iba a poder quitarle, su orgullo?