Hablé con una amiga remota, discontinua,
más o menos desentendida, como casi todos.
(El casi,
lo añado por precisión y cortesía; y porque no olvido las escasas y firmes
excepciones.)
Le he señalado, por más que es un
detalle superfluo, por lo obvio, que la gente va muriéndose. Y que deploraré, o
quizá ya ni eso, que lo que sea nos ocurra a alguno de los dos, porque “tenemos
una edad” ahora, sin tomarnos un postrer café, sin un rato de conversación, que
no creo que desde luego estemos para más, una especie de rito, vale,
sentimental, al menos por mi parte. De despedida.
– Sí,
sí, claro. Te llamaré.
La gente, con el tiempo, se ha ido
endureciendo.
Y más gerundios: enquistando,
hundiendo,
desengañando.
Ha ido recelando; enrocando las piezas
petrificadas de un ajedrez que ha perdido relieve, resplandor, conciencia,
romanticismo del bueno, no del cursi, ilusiones, sensibilidad.
Quizá debo comprender o, mejor, asumir
que eso es así, como suele decir la
Pedroche, sin saber todavía lo que le aguarda, mientras anda en su mejor
tiempo, risueño y guapo.
Aunque recuerde que, desde el principio,
sentí por esa amiga en cuestión (todos jóvenes, novia de un colega), una
especie de ternura sin explicación, que me llevó a regalarle, valiente
tontería, un lapicero, a modo de juguete que distrajese su atención de…
El tiempo nos lleva a todos, para que
nada quede.
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