de un libro que no hace al caso, me distrajo el doble
movimiento.
Ambos con el pico anaranjado, el plumaje de ella menos
negro y la talla, menor (que el otro era él, se notaba porque constantemente le
iba detrás), trazaban aventureros recorridos sobre el gramón, subían de un
corto vuelo a la tapia, a las rejas, a las ramas del ficus. Un cortejo como una
danza, de mirlos.
Siempre
lo mismo – pensé –, se nota que estamos en
primavera. Y regresé a las páginas.
Al poco, unas palabras dispararon un resorte en la
memoria, sacaron del archivo dormido una ficha que no se tocaba desde hace
quizá cincuenta y cinco años, y de la que jamás había vuelto a acordarme:
“Mon ami Pierrot”.
¿Cómo era, cómo era? Y, asombroso, no tuve que tirar
apenas del hilo de ese tapiz.
“En el claro de luna, Pierrot amigo, préstame tu pluma para
escribir una palabra”, que otras traducciones habrá sufrido antes.
La emoción suele ser libre, caprichosa incluso, y a
menudo desdeña o rechaza las explicaciones.
Para la belleza, para la sorpresa, no sólo para el
sufrimiento, Irene, vivimos.
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