(Ahora
descuido tras la ducha la melena mojada que me expondrá a cualquier recaída de
la neumonía reciente; pero esto urge, que luego se me borra, se me va:
¡Cuánta enseñanza,
inconsciente, involuntaria por tu parte, cuánta referencia a ti debida!
Para
al final morir también, ¿dónde mejor?, en Cádiz, cuando sea, cuando se tercie,
que prisa no hay, ni preferible tierra o mar para sellar el acorde del último
momento.
Con
haberte conocido en vida, con pretender que tolerases mi querencia de no
solicitado discípulo, ya me sentiría más capaz, más recio y decidido,
consecuente y orgulloso marcado por las letras. No pudo ser.
Mil
tributos que te rindiera, no llegarían a merecerte. Me apaño con mínimas
osadías, con esporádicas emulaciones acaso insolentes, cuando escribo friso de las
medusas, y no puedo, ni quiero, evitar la
resonancia y el ejemplo admirables de tu deslumbrante muro de las hetairas, Fernando, maestro.)
Me asustan, me trastornan, me desvelan
las señales de muerte en tu mirada,
tus senos prodigiosos,
tu cabello, en Gorgona desatada;
tu genésico nombre, la deriva
del vértigo esencial entre tus vértices;
el rumor indirecto,
de encantadora niebla solapado,
de la sorda demencia contagiosa
de tu infierno aplazado
desde el origen de los tiempos, Eva.
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