Por encima de las torres del
palacio frente a nosotros. Con parsimonia de actriz o de sibila, asoma su
redondez blanca y majestuosa suavemente rodeada de algunas nubes que le dan más
relieve, contra la noche azul.
(En la alta madrugada, al subir la persiana, “mira, amor, mira qué
luna”.)
Cyrano sueña, flota, se escinde
como si estuviese drogado por la doble magia, transportado por la doble belleza
(la de la mujer a la que con insaciable devoción adora; la del estro que dicta
sus versos inspirados, luces de su alma, tinieblas de su duda atormentada,
sangre de su vida, destilada línea tras línea en los escritos de lujo y
esplendor, la copas para el vino de la ya lejana navidad feliz, las palabras
con las que un tiempo...)
El andar cadencioso, solemne
de bravura y orgullo fiero, Cyrano
diestro, espectacular “concertino” de la espada, recorre sin apuro la Vía
Láctea, que es esta noche otro viacrucis; con un preciso paso elegante de danza
hace suya la luna y – blanca sobre la
almohada – la trae consigo, de regreso al lecho donde Roxanne duerme, laxa
su rubia desnudez de mármol, su pasión de antes vuelta ya de cristal frío, de
criminal desentendimiento, honda ingratitud, torpe soberbia, risas crueles,
oblicuas infamias calculadas...
De este viaje astral, de este
vuelo de estío, sueño contado, queda sólo la muerte, también hermosa, de un
amor roto, envenenado, a pesar del vino
blanco, de los miles de besos con sordina.
(Publicado en el volumen “La primera vez… que no perdí el alma,
encontré el sexo”.)
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