Se reunieron cerca de aquel anacrónico vestigio colonial,
de aquel enclave filibustero, donde toda tropelía financiera, tráfico ilegal e
hipócrita abuso tienen su asiento. Lo llaman Gibraltar y es un redomado vivero
de cínicas sinvergonzonerías.
Pues bien, cerca de ese lugar se reunieron los dos altos
e hispalenses oficiales de la Marina de Guerra y el filósofo y musicólogo de
origen hindú, alrededor de una mesa, aunque sobria y modesta, de acreditada
raigambre culinaria. (Omito aquí los pormenores del menú, el complaciente vino
dulce, los dobles postres; el ceremonioso café de la coda.)
La conversación, a despecho del exordio de las presentes
líneas, nada tuvo de conspiratoria. Versó sobre temas de fondo personal y
humano, de respetuosos recuerdos lejos de las frivolidades de la moda y cerca
de las naturales reflexiones que con sentido común abominan de lo banal y
presuntuoso. Claro que la política y, de refilón, la música. También los sutiles
arquitrabes, frisos y cornisas para la salud.
En el momento oportuno, los oficiales zarparon de
regreso, hecha la despedida en la bifurcación pertinente con las señales de
ordenanza. El otro hombre, con su personal parsimonia, prosigue sus estudiosos
métodos para conservarse, en lo físico y en lo mental, dentro de un aceptable
equilibrio.
Son gente de manifiesta madurez, de sosegadas edades. Con
deciros que ¡no hablaron de mujeres…! Ni siquiera de Bárbara Lennie, musa
vigentísima de nuestra escena.
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