La palabra “parking” es un vocablo más bien feo, ajeno,
extranjerizante, por más que hayamos terminado adoptándolo en esta dinámica de
perezosa rendición que con poca disculpa nos somete.
Pues bien, hay ocasiones en que uno se encuentra en
Córdoba, o en otra ciudad, y sabiendo ya, de lamentables situaciones
anteriores, que la jodida maquinita de turno (sí, esa que se carga en el
“parking” un puesto de trabajo) no aceptará un billete de cincuenta euros, uno,
repito, solicita con la debida buena educación que en cierta frutería de la
esquina le cambien, por favor, el billete, resumiendo con cortesía el motivo
que origina la petición de tal merced.
Rechazada la inocente pretensión, sin mayor apuro, el
resignado solicitante reproduce su anhelo en la farmacia próxima. Y ocurre que recibe
similar negativa. Entonces la imaginación, con rapidez loable, formula la
hipótesis, y la hace audible en las palabras más o menos precisas, de si sería
obligatoria la operación de cambio al forzarla con una casual, trivial, innecesaria
aunque, a la larga, útil compra de entrañable y acreditada medicina de carácter
analgésico y efervescente. Cede al repentino e inesperado envite la empleada
del establecimiento (que en otros tiempos habría sido de condición varonil y recibido
el nombre de mancebo) y se logra por fin el propósito.
Quizá ofuscada por la precipitación de los
acontecimientos, acaso presa de indescriptible desazón o azoramiento por el
peculiar aspecto, la no demasiado frecuente apariencia del peticionario
(vetusto melenudo, mirada penetrante de felino o ave de cetrería), la desdeñosa
operaria equivoca inadvertida el cambio, la vuelta, un imprevisto euro extra, a
favor del ya cliente.
Éste, seguramente inspirado en las conductas financieras
al uso, omite todo comentario, sofrena un resto de escrúpulo y sale de la
farmacia con flemática e hipócrita diplomacia que, no obstante, se tiñe de
cierto pícaro regocijo; resuelve interpretar el remate del episodio como un giro
del destino (twist of fate, creo que dicen los angloparlantes), como una
karmática (¿o será kármica?) compensación por los trastornos padecidos a lo
largo de la jornada agotadora.
Asume que, aun muy remotamente y ya “hasta el gorro”, puede
que le corresponda, esta sola vez, no dejarse llevar por la tentación de
ejercer... la superioridad moral.
Todavía le queda la autovía, que reemplaza a la clásica
N- IV, rebozada en lluvia, bañada en la entera niebla del mundo, y un lingotazo
de bourbon, cuando llegue a casa, sedante, sosegado remanso de aceptable paz, querencia
que, de nuevo, emite o concede la onda sencilla de su bálsamo.
Y con todo, es una pena que el inexpugnable rigor
descienda a conciencia laxa, echada a perder por los ejemplos malísimos de los
Blesas-Ratos-Pujols, etc., de toda esa escudería de tahúres que son el glorioso
ornamento de nuestra pasarela de la moda en economía.
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