A pesar de mi edad, respecto de la cual no faltará quien
la pondere para situarme, de modo acaso prematuro, entre los ancianos de la
tribu, puedo pensar que no estoy solo en la apreciación, en el recuerdo de una
consigna que históricamente se dio por buena, a lo largo del tiempo: “las
mujeres y los niños, primero”. Esto, había consenso, en los naufragios,
incendios y otras menos espectaculares catástrofes.
Incluso de antes de mi servicio militar en la Marina de
Guerra y de los 25 años que ya llevo de vida junto al mar, y que no han
conseguido enseñarme natación, me parecía llamativa la consigna, arbitraria, es
decir injusta, es decir discutible: esa prioridad, esa discriminación, ¿no
podría aplicarse a otros grupos, a otros “colectivos”, como se dice ahora? ¿Por
qué no iba a ser bueno, recomendable “los científicos, primero, los artistas,
primero”? ¿Por qué no los cocineros, las bailarinas de la danza del vientre?
Nunca, gracias a Dios, me he visto implicado en un
naufragio y dudo que hubiera podido sostener la ejemplar actitud de los
violinistas del Titanic (en la versión filmada con DiCaprio), pero si hemos de asumir la existencia y validez
de las prioridades, va a resultar cosa de casposos y anticuados
bolcheviques la oposición y la persecución con la que arremeten contra
determinados grupos de ayuda social, porque
eligen sus prioridades y distribuyen su libre opción de la caridad dando
preferencia a los de casa, a los españoles.
Salvo que los paladines de la modernidad admitan su
paranoia reguladora, su megafascismo comunistoide, que llega al extremo de
ordenarnos a quién regalaremos lo que nos dé la gana, porque la libertad de
elección iría en contra de uno de los principales objetivos rojos: eliminar
cualquier sentimiento de nación, disolviéndolo en el caldo turbio del
proletariado planetario; y luego repartir por igual la pobreza, que el pastel
ya se lo meriendan sólo los del Politburó.
En contraste con las muy exhibidas y propagadas
“doctrinas” que nos vienen poniendo la lógica y el sentido común patas arriba,
mucha gente, demasiada, se calla, se deja llevar, cree vagamente que “no es
problema suyo” o decide que “no quiere señalarse”. Es como un silencio de los
corderos, abonado con los fraudes del relativismo. Gente desidiosa, o gente
amedrentada por las coacciones crecientes. Se ha repetido que, bajo la
dictadura, vivimos la frustración universal de no poder opinar. Y ahora, ¿qué? ¿Nos
callamos?
La Historia ya nos ha proporcionado ejemplos inolvidables
de los resultados que esas dejaciones producen. Conque no hay más que repetirlo
todo, y tan contentos.
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