Entre el ogro del cuento y el “cuento” de un cliente
hecho en serie y con una pincelada de matón corriente de discoteca postinera,
apenas pasa de fantasmón, presumiendo de vasta (que no tanto) cultura y de
amplio y preciso (que tampoco tanto) vocabulario. A esto le quieren ayudar su
intención, su imaginable empeño y las cuatro expresiones que ha procurado que
se le adhieran, adosen, adjunten (¿ves qué fácil?), que, como hiedra, que no
hidra, trepen, proliferen, cundan (ya te digo) alrededor de su tronco algo
rugoso, de su papelón, de esa estructura suya algo prepotente y aparatosa.
Traspuesta la cáscara vehemente de sus propósitos
oratorios, luego resulta que también le queda al descubierto en ocasiones el
lado… ¿tierno, débil, frágil?, el desde luego talón de Aquiles de cualquier
homínido: o sea, esa forma de rendirse y deponer las armas ante el encanto y la
hermosura de la, de “su” hembra. Así que trata de “mantenerse en forma”, para
no desmerecer, y con viril empuje de paladín intenta acicalarse, corregirse,
pulirse, confiarse incluso a las manos prestidigitadoras del cirujano que con
este, ese, aquel retoque le hará aparentar más apostura y menos años. (Una
duda: ¿es eso un paladín, dicho con propiedad, o un deslizante y ya
controvertido metrosexual?)
Una guerra que jamás ganamos, tú hazme caso.
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