Existe la mirada voraz, incansable e insaciable, atenta
siempre, incluso sin querer, al resplandor sereno o trémulo, al destello
punzante y fugaz, al ancho latigazo con el que un relámpago baña de lívida luz
el cielo tormentoso de un anochecer.
Funciona sola, casi más independiente que libre. Quizá no
me explico bien, pero dejemos al asunto su misterio: puede que lo tenga.
Y luego está aquello que miramos. La elegancia en la
forma, el relieve, el volumen, el color; la silueta dibujada o recortada,
difuminada o precisa.
Y la huella que la visión puede dejarnos.
Mientras en un programa culturalote de la 2, Chema Conesa
(¿cuánto hará que ya no usas la barba de vikingo que te conocí?) daba sus
recomendaciones de fotógrafo veterano, Cayetana, que va madurando y mejorando (desde
su inicial y no simpática aura de pedante o listilla, o de mero resultado
dinástico de sus sellos, emblemas, sedimentos privilegiados de la cofradía de
los escenarios), esa mujer nos ofrecía una impecable visión lateral: la melena
de cariátide cayéndole por la espalda de recta, sin ser rígida, posición; el
vestido sobrio, el compás grácil de las piernas, el tacón fino. Un controlado,
académico sosiego de conjunto, de gestos en reposo.
¿Algo tendrá el agua, cuando la bendicen?
Esplendente descripción de esa "visión lateral". Felicidades, maestro.
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