De manera caprichosa, arbitraria, se volvió adicto a un
caramelo falso, a una seudorrealidad postiza, inventada, a engaños y
parcialidades cuyo contraste se negó a admitir, cuya desmontadora evidencia
procuró borrar, como los tiranos y los inquisidores arremeten contra el
conocimiento y la sabiduría, quemando libros, prohibiendo y silenciando a los
discrepantes del pretendido pensamiento único; denostando a los que tiran de la
manta y cantan las verdades del barquero, que tanto molestan a los tramposos, y
aunque tal mezquindad no cunda a medio o largo plazo.
Cuando le quitaron el caramelo, aunque fuera suceso
saludable, estalló en una inmensa rabieta de mocoso malcriado y contrariado, de
nene lastimado por un escozor que ya daba la medida de sus dudosas madurez e
inteligencia.
Un refrán: “no hay
más sordo que el que no quiere oír”, también en la variedad de “no hay más ciego que el que, etc.”
Y otro, más piadoso: “en
el pecado, llevamos la penitencia”, que, al parecer, cuadra más con su
obstinada y ya elegida ignorancia.
Me lo contaron de pasada y recordé uno más de mis adagios
predilectos: “Que Dios reparta suerte”,
que es de condición paciente, considerada, elástica y que está a mayor
abundamiento adornado por clásicas y tan elegantes como castizas resonancias de
la tauromaquia.
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