La escandalosa redondez perfecta de la luna llena,
llenísima, de esta mañana me cautivó. Era tanta la luz que parecía que iba a
amanecer por occidente, con el resplandor del agua resolviéndose en lentas
crestas blancas y rizadas por la orilla.
Del otro lado, el blanco casi unánime de las casas en
este rincón del Sur.
Y por enmedio, el cónclave diario, la procesión que se
congrega y deambula, se agrupa y se dispersa, de las gaviotas por la arena,
como pequeños fantasmas cuyo plumaje gris y blanco las volviese discretas a esa
hora, mientras rastrean lo que Dios provee para la supervivencia.
Hoy me habría gustado un apagón del alumbrado público
para que ese, aunque útil, artificio no estorbara siquiera la hermosura del
mundo.
En la terraza de delante, que, a pesar de la distancia,
mira a Cuba, a Puerto Rico, a Cartagena de Indias, y fantasea con galeones de
bucaneros y eldorados imposibles, me senté al regreso a contemplar cómo la luna
llena, llenísima, iba tomando un color dorado suave y más tarde ese tono que la
“esotérica” nomenclatura de la frívola moda se atreve a llamar “blanco roto”. Se hunde ahora entre el
mar y una mínima bruma emergente.
Fin del informe. 8 de la mañana. Buenos días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario