A rachas, por temporadas, sentía las dudas, imaginaba las
opciones.
Siempre le llamó la atención que, durante tantas décadas,
sólo hubieran solicitado sus servicios en contadísimas (y no era retórica: 3 o
4 veces, máximo) ocasiones.
Y no es que no hubiera actividad. Que, por discontinuos
que fuesen, eran innegables los periodos casi frenéticos en los que oía,
sentía, pasos, voces, trajines, la proximidad del calor de sus compañeras,
entregadas al rendimiento laboral, tan al tiempo cercanas y diferentes; los
incidentes propios de un uso generalizado de la instalación, del panel, de la
superficie horizontal inevitablemente compartida.
Incubó, incluso, el complejo de que aquella
infravaloración que en absoluto era de su elección ni de su responsabilidad,
hubiera acabado confiriéndole un barniz que, desde fuera, pudiese entenderse,
confundirse, como superioridad clasista, como la expresión casi hipócrita de
una tendencia a mirar por encima del hombro a sus colegas esforzadas y
solidarias en el agotador esfuerzo cotidiano.
Eso la atormentaba con frecuencia. Y tampoco asimilaba
las implacables sesiones de limpieza con las que por igual la trataban, a pesar
de su existencia casi inservible, casi fatua, frívola, trivial (estos eran
términos con los que se acentuaba su sufrimiento, la casi ya resignación de un
destino no por involuntario, menos agobiante).
La placa eléctrica de la veterana cocina de gas
mayoritario, rumia su incomprensión metafísica, padece sin término un
comprometido fluir cósmico que carece de dirección, de significado.
El Hipocampo la observa; intenta sin demasiado éxito empatizar
con sus avatares.
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