Lo inverosímil era que aquel hombre, con un cuerpo menudo
de suyo, cupiera en aquella ajustada ropa, dos o tres tallas menos de lo
correspondiente, sin sufrir un colapso irreversible o la estrangulación
repentina y letal de un órgano indispensable de su estructura, por muy de diseño
irreal que se exhibiera.
Y más todavía, casi imposible desde la metafísica, que se
hubiese dejado envolver por tan tentadores pero rasantes cantos de sirena,
presentándose en y dejándose utilizar por aquel circo mediático (ésta es
expresión hecha, de cuño relativamente contemporáneo o reciente, aunque el
tiempo, ay, pasa), hasta el día, la hora, el instante en que vio o entrevió las
orejas al lobo:
una popularidad que se desbordaba (fuera de los cauces de
la estricta profesión, ufana de atildamientos y selecto carácter minoritario) a
la velocidad promedio con la que bajan por las aguas raudas los participantes
del descenso del Sella y que, entre vítores, aplausos de falla valenciana y
amaneramientos de corte ambiguo, alumbró el grito de guerra casual pero que
cundió como incendio con ventolera y echó profundas raíces, catapultándolo al
firmamento astral de la tecnología espectacular y al consumo de tan ingentes
como atolondradas masas: “¡No lo rompas!”
Se retiró, prudente: sus clientes limonarios no estaban
aceptando con docilidad tanto ruido de mercadillo y puede que fueran desertando
de comprarle los cajones de cemento y vidrio que eran, en esencia, lo principal
en sus ideas, reiterativas y nada nuevas ya, de afamado y estiloso arquitecto.
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