Las caderas hermosas, levemente más llenas. Los senos que
han crecido moderadamente, desde aquellos pequeños botoncitos, casi como de
flor, que a los veintipocos eran lo que encontró, una noche de estío, después
de una cena en una trattoría, hoy desaparecida pero viva en los recuerdos, con
su mantel de cuadros, su botella de Chianti y su velita de mínima llama íntima.
Décadas de vaivenes y con asombro, cuando, a pesar del
calor, una noche de inspiración no importan los cansancios y disfruta en darle
suaves y amorosos amagos de mordisco en los volúmenes del cuerpo que se da y
ofrece con el gusto de la esposa y la odalisca a la vez, entre los cosquilleos
y los suspiros y los jadeos (que tan propios y espontáneos surgen en esos
divinos lances), el hombre piensa, siente que, vaya, la vida tiene sus
compensaciones.
En el aire se queda un aroma que tiene ingredientes de
jazmín, de agua que suena en la piscina de gresite, de indecisa, aunque
tangible, vibración eléctrica de un doble, dulce, glorioso orgasmo compartido.
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