que “el hombre del
banco del parque” la entrevio y la recreó, filtrada por el lienzo de sus
fantasías, aunque pasaran varios, antes de darla a conocer.
Y ahora, sin saber de ella, veterano y tardío pero, aun
así, transmutado más que en príncipe astronauta, en rey de copas de la baraja
(otras veces, de espadas; nunca, ay, de oros), con la barba cana, concita la
atención de la interminable fila (fila india) dominical de los vehículos que se
aproximan a la arena, al mar.
Rejoneador sin más toro que el viento, montado en su
libélula gigante, en su clavileño sideral, causa un impacto cromado, blanco y
azul, una inesperada aparición para la retina de los desprevenidos.
Algunos reaccionan con estupor; otros hacen sonar el
claxon, imitan la V de Churchill o el dedo pulgar ascendente de los césares
romanos.
El astronauta sueña, viaja en serenos recorridos no muy
largos que le ofrecen paisajes, aromas de eucaliptos, ciertas nubes que se
reflejan en la carcasa de los faros; y el sonido de la vida alrededor…
Tranquilo, se orilla a la puerta del Sanatorio, en la
explanada cómoda que ya parece su personal base.
¿Oloroso o moscatel? ¿Qué toca hoy?
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