Comenzó con sol y nubes blancas, de esas que respetan el
azul natural de este Atlántico. Y una brisa suave, civilizada.
Luego la vida me regaló la visión gozosa de una mujer
desnuda que subía la escalera con movimientos de gentil palmera leve.
Y un viaje consciente, hasta Arcos y Antequera (el que
pasó, lo sabe: pocos campos más hermosos que los que ahí podemos ver). Al final
del trayecto, Granada, donde la Dama de los Rizos va culminando sus cursos
universitarios; donde papá la embroma por enésima vez con el hipotético
aclarado del color de sus ojos y donde, en un arranque inédito y surrealista,
un hombre en los antípodas mentales (pero quizá pegado a las raíces) de cierta
realidad, formula de improviso entre incrédulas miradas transeúntes el recuerdo
escondido, modernista acaso, y literario a lo Max Estrella, de una serie de
pases del más imposible de los flamencos.
De regreso, la copiloto va ingresando al sueño, y el
jardín huele bien, tan cerca de la playa.
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