Cerca de las bodegas de Barbadillo, hay una casi
tabernita donde reposa, entre marchas procesionales y olor de incienso, la
paleta increíble que han conseguido, como si fuera una obra de arte, allá por
la sierra de Sevilla, por los predios del Pedroso.
Yo conservo el recuerdo amabilísimo de ese lugar en el
que pasaron los nueve o diez veranos primeros de una niñez menos idealizada de
lo que se me achacará. La calma silenciosa del olivar y el campo; las abejas, y
sus peligrosas anécdotas, en el pilón del jardín; la palmera grande, que ya es
la única señal que permanece de aquella finca remota.
Los trenes de carbonilla, que salían de la Estación de
Córdoba o Plaza de Armas, deteniéndose en
San Jerónimo, la Rinconada, Brenes, Cantillana, los Rosales, Tocina…
No será del todo bueno dejarse zarandear por la marea de
la nostalgia; pero a ratos, te pilla sin avisar y sales del apuro culpando a la
alergia de esta primavera repentina por alguna lágrima que se escapa y bromeando
acerca de los estornudos de macadamia.
No era la jornada para flaquear. Conque, así hacemos las
cosas en Gas Monkey, en compañía de Lady Taladro, después de la habitual
gestión conectada con el “bricolaje” (pintura, barniz protector), anduvimos
haciendo penitencia de tortillitas de camarones y gambas a la bechamel, para
celebrar los primeros pasos valientes, aunque tambaleantes, de la Almendrita,
quien acaba de hacer su segundo asalto histórico a la Música, nada menos que
con ese famoso himno del sordo genial.
Ojalá que persevere.
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