No habría en todo Iguazú empujones del agua tumultuosa
que sobrepasaran a tu irresistible, milenaria, acumulada colección de títulos
nobiliarios, prebendas, ejecutorias, sellos de sobresaliente e ilustre nobleza,
timbres de aristocracia, heráldica no ya en piedra sino en ónix o en lo más
espectacular que se te ocurra proponerme; tus leyendas, tus juergas atrevidas,
tu rompedora idiosincrasia porque, todo hay que decirlo, te la podías permitir,
consumiendo sucesivos y selectos consortes, elásticos en la comprensión de tus
genialidades, desplantes, acaso escarceos… Tus mansiones, tus fincas, tu…
Duquesa, duquesísima: no te faltó de nada.
Aun así, la arrasadora e inesquivable erosión del tiempo
ha ido cambiando los rasgos de tu rostro casi hasta el cubismo, o al bárbaro
ingenuismo de los pueblos primitivos, concediéndote la ausente expresión, la
distancia casi pétrea, de un dios sangriento y maya, de una cosa que evoluciona
de manera inabarcable y abismal, de un acontecimiento natural y terrible como
los maremotos, los volcanes que ocasionalmente sacuden el mundo, como los
aerolitos, tía.
Y tras todo eso, también blanco de los francotiradores
del cotilleo, ahora te ves de algún modo enrasada (en la opinión rastacueril,
en la banalidad consumista, en la ignorante e insolente falta de todo respeto)
con Aguasanta, o Aguassantas, esto no lo tengo muy claro, emergente estrella
del ciclón mediático, nariz como de Cleopatra y montones de “problemas
existenciales”.
Es la vorágine de nuestros días, Duquesa, el sumidero en
el cual los quizá cuernos de tu niña al torerito y viceversa son apenas un
lejano y muy disuelto azucarillo, una mínima opereta.
Un día de éstos, me daré una vuelta por Ixbilia y
atisbaré durante un instante, desde fuera, como buen “pariartista”, un sesgo,
un escorzo esquivo de los frondosos, fragantes jardines de tu Palacio de las Dueñas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario