(Y no la ceja idiota que pensáis.)
Sino una, izquierda, a modo de una marquesina de hotel
decimonónico en Venecia o Montecarlo, o bien, voladizo de añeja y veterana casa
también saliente, y aun vertiginosa, colgada, de Cuenca.
Ceja eminente, mismamente, entre Robert Morley, Hugh
Griffith, incluso Akim Tamiroff, como visera de casco medieval o, a veces, de
motero contemporáneo; ros de reglamento, correspondiente de contralmirante o
casi. Como tiara bizantina que, a los siglos, derivase en inspiración para la
peculiar y personal gorra militar de Hitler.
Ceja como paraguas y hasta palanquín que protegiera del
sol al enviado que, de parte de Su Santidad el Papa de Roma, pretendía dirimir
con justicia el conflicto de intereses envenenados que los grandes señores
acriollados de España y Portugal planteaban en tierras iberoamericanas: cuando
las Misiones que la Compañía de Jesús fundó como vanguardia de un experimento,
de una evolución, de una utopía sensible e inteligente que, al cabo, se vería
frustrada por la avidez depredadora, la
mediocridad y la mezquindad, siempre poderosas.
La ceja. La izquierda, con perdón.
La casi fantástica proyección, habitual de Calatrava,
aunque no, como en su caso, abocada a la ruina, el descrédito y la decepción
calamitosísima.
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