De acreditada tradición artesana/artística y afincada en
la zona del Juan Bravo capitalino (aunque ya se veía en el apellido su
procedencia catalana, empero no catalanista), aquella familia a la que
aludiremos con la letra inicial T., tan numerosa como laboriosa (la familia, no
la letra), había destacado durante generaciones por su dedicación a variados
menesteres empresariales, no siendo el menor entre ellos el diseño y la
fabricación de todo tipo de objetos en hierro forjado, de cuya labor habían
quedado prominentes muestras tales como grandiosas verjas en algún parque y
puertas de entrada a edificios señoriales, oficiales y religiosos, sitos en más
de una ciudad “a lo largo y ancho de la geografía española”.
Tiempos cambiantes y generaciones transcurridas, como
suele suceder, en algo, no mucho, dispersarían a la familia y diversificarían
las actividades, por más que siempre algo queda.
Y así, un buen día de nuestras contemporáneas navidades, entrañables de suyo, ha surgido la idea
esotérica de pergeñar un soporte giratorio extensible que engranará un espejo
retrovisor, para acceder visualmente a la panorámica absoluta y envolvente de
la cabeza (lo que no inventen), durante el peligroso y comprometido trance en
que “las personas humanas” deciden (Dios sabrá por qué) teñirse el cabello.
Claro que el diseño será artístico, previsiblemente
incluirá volutas y motivos vegetales a modo de ornamentación, o acaso inquietantes
y pérfidos grifos, pequeñas y gráciles cornucopias.
De momento, se ha suscitado profunda controversia sobre
si el acabado de la pintura correspondiente será negro brillante o tal vez
negro mate.
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