En el mundo hay lugares señeros que se caracterizan por
sus monumentos singulares, por sus memorables paisajes; lugares cuyo “skyline”
(no os quejaréis, queridos progres primorosos) los hace destacar con
sobresaliente nota de entre el respetable, aunque algo adocenado, pelotón, que
se dice en el ciclismo.
Pues bien, al lado de la inconfundible torre de París,
los poderosos rascacielos neoyorquinos, la destellante y decadente Caleta de la Tacita o la
creciente y mágica catedral que, siguiendo los planos de Gaudí, siempre me
estremece de admiración mientras su laboriosa construcción prosigue…
… al lado, digo, se encuentra una localidad cuyos
edificios de apartamentos trazan retranqueos que dan pie a ajardinadas zonas de
esparcimiento; cuyas lujosas máquinas de vanguardista recogida de residuos se
anclan imaginativamente distribuidas por sus calles; cuya población es notable
por su afición a la práctica, algo pija, del tenis, lo que le concede, junto al
selecto parque móvil, un aura de refinamiento y bienestar.
Después de que de su nombre emanan resonancias de
bucólico campo y dócil, benéfica ganadería preferentemente lanar, Mahadahondis
ofrece al delirio surrealista de la mente extensos predios, luminosos
horizontes para el desarrollo de las fantasías.
Flota en ella, a mayor abundamiento, la interesante
profecía, el proyecto literario, el rumor artístico de un lucrativo y fecundo
asalto (metódico, programado, exento de cualquier lamentable percance violento)
a sucursal de banco de reconocida solvencia y entrañable vínculo familiar.
Nos llena de orgullo y satisfacción no ser del todo
ajenos al apacible devenir de esta distinguida y recoleta ciudad, cuyo comercio
surte cabalmente los variados tejidos y accesorios que se combinan en la
confección de nuestras banderas de uso privado.
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