De niño, pude elegir quedarme en el embeleso de Sevilla,
ciudad que tiene embrujo y resplandor de joya como para comerse al más pintado.
Pero he tenido también la suerte de crecer, de moverme,
de recorrer (ya de mozo, de adulto y ahora, de casi abuelete) la tierra
asombrosa, magnética, seductora de España.
Quiero a esta tierra de una manera física que acaso no
tiene ni necesita explicación; ya no por su historia o por sus logros (que los
tuvo y los tendrá otra vez); no por su gente sólo, que, brillante o enconada,
fuerte o cobarde, con sus lealtades y traiciones a cuestas, sigue demostrando
una condición apasionada que ya la quisieran por ahí.
Entreverada de conflictos, como una mujer que nos
importa, quiero a esta tierra por su diversidad, sus dulzuras y sus arranques
de genio. Por sus olores, sus luces y sus sonidos; sus campos, sus montes y sus
ríos.
En las raíces que me sujetan a ella y me hacen ser suyo,
me siento un hombre afortunado, aunque me sobren los motivos de queja con según
qué aconteceres que siempre la afectarán.
Puede que no merezca la pena aborrecer a sus torpes,
zafios, groseros detractores: en el pecado llevan la penitencia. En la falta de
sensibilidad y amor, su mezquindad y su miseria, su turbia confusión sin
destino.
La sangre (mezclada y sedimentada de milenios) hace sus
milagros, como el agua encuentra siempre sus caminos, su modo insistente de
fluir. Yo vivo y quiero a esta tierra, incluyendo el trozo norte que las
locuras de unos pistoleros han intentado extrañar; incluyendo el trozo sur con
vocación de espina que pérfidos filibusteros agravian con bandera ajena y nunca
de verdad amiga.
Me da que los renegados, que no nacen sino se hacen, son unos
desgraciados que no saben lo que se pierden.
España es como una bella mujer. No podemos arrancar sus ojos por bellos y que sean, ya que aislados del resto del cuerpo de la bella, pierden todo su interés; ya que su belleza estriba en ser una parte del conjunto..
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