Vagando, y no demasiado, por unas determinadas regiones
del mapa cuyo nombre respetuosamente callamos, el oso bipolar madura su
andadura de miel y algodón cálido, oteando en el anchísimo horizonte las
señales del sol poniente, los colores hermosos con los que, como un disco que
avanzara hacia el naranja, entre las nubes resuelve la obra de arte de cada
atardecer.
El oso tiene ojo de pintor. Sueña: que expone en el
Prado.
En ocasiones lo distrae (no “le” sino “lo”) un rumor, una
música y entonces se yergue sobre sus patas traseras (ésta es posición
relevante de los osos) y se diría que sonríe. Se siente, en ese instante, el concertino de un cuarteto de cámara.
No es bipolar, al oso me refiero, en el sentido
problemático de los psiquiatras: con alegría lo es porque es doblemente polar.
Blanco y un poco tirando a grande, este oso no es del
todo omnívoro, ni falta que hace; a cambio, goza de notables apetitos en
diversos órdenes. Cierto que debería moderarse, pero no están en su naturaleza
la docilidad y la templanza.
Cuando recapacita sobre la invasión fértil de los
vegetales, considera, sólo someramente, la posibilidad de fijar un plazo, una
fecha acaso para el mes de marzo, en la que embridar las frondas crecientes que
un antojo reciente ha sembrado en sus costumbres, en su aspecto venerable y parsimoniOSO.
Y desde luego…
Nada de foca, hoy, para el almuerzo. Un buen pescado
azul, que hay que rebajar el colesterol.
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